SOLEMOS culpar de todos nuestros males sociales a la política. O, mejor dicho, a los políticos, que nos sirven de peleles a los que atizar por cada desengaño que nos llevamos. Eso forma parte de nuestra cultura de la dependencia, un invento españolísimo que consiste en responsabilizar a la clase gobernante de nuestra supervivencia al tiempo en que la insultamos por hacernos pagar impuestos. Lo exigimos todo a cambio de nada. Y en ese cómodo pero insostenible estatus permanecemos desde hace tanto tiempo que nos hemos anquilosado en el nirvana del pasotismo. Tenemos una filosofía de vida que ya estaba recogida en las coplas anónimas que recopiló Demófilo a finales del siglo XIX: «Sentaíto en la escalera / esperando el porvenir / y el porvenir nunca llega». Porque el porvenir no se espera, se busca. Vale que los políticos sevillanos no han logrado crear un tejido productivo en la capital andaluza que vaya más allá del turismo, pero tampoco la sociedad civil ha hecho nada por sacar a Sevilla de las lamentables estadísticas que sitúan a varios de sus barrios entre los más pobres de España. El empuje que haya tenido nuestra economía en las últimas décadas se debe, exclusivamente, al empeño de un número muy concreto de empresarios que han luchado por mantener aquí sus sedes sociales y sus fábricas pese a que las condiciones para el emprendimiento han sido y siguen siendo deplorables. Y todavía hay algunos partidos políticos, precisamente los que más votos obtienen en los barrios con rentas ínfimas, que siguen pintando a esos empresarios como a demonios.
La pobreza principal de Sevilla no es, por tanto, económica. Es cultural. Ésta es una ciudad paupérrima en iniciativas, en riesgos, en ilusiones. Se nos llena la boca hablando de su idiosincrasia, pero en ella no tiene cabida la valentía para inventar soluciones. Ésta es una ciudad que espera sentada en la escalera, que quiere que sean otros los que le resuelvan sus problemas. Y que critica con furia a quienes no le solucionan la papeleta porque sobreentiende que los políticos tienen que darle el pan. La pobreza endémica de Sevilla es que come de mano ajena. Y que idolatra a quienes le traigan un plato a su mesa. Sevilla es una tierra que está siempre dispuesta a dejarse humillar, que deja pasar el tiempo sin aspiraciones, que no tiene en su cabeza ninguna meta. Vive como puede, adosada siempre a sus tesoros intangibles, que son la luz y la historia, y no es capaz de convertir ese potencial arrasador en un motor de bienestar general.
La decadencia de Los Pajaritos, el Polígono Sur o Torreblanca es un antiguo estribillo que repetimos de carrerilla sin pararnos a pensar siquiera en lo que significa. Ahí sigue detenida la escasez como un consuelo de tontos de otros barrios que viven mejor, pero no viven bien. Y en esa triste indigencia de aspiraciones volveremos a asistir otro año a la primavera, una época analgésica que nos invitará a llevar nuestra cruz con alegría mientras culpamos a los políticos, sólo a ellos, de nuestra insoportable dejadez, que es exactamente la que hace de Sevilla una pobre tierra.
ALBERTO GARCÍA REYES
ABC (Sevilla)
7 marzo 2016